miércoles, 23 de marzo de 2016

Un cuento: La Paz de Ana, de Patricia Itria de Uicich

Le gustaba despertar en las noches frías de julio, tal vez porque ella había nacido en ese mes, cuando la luna hace grandes esfuerzos para no ocultarse tras las nubes, cuando el rocío cubre los jardines y el silencio de la calle aturde. Abría la ventana de su dormitorio de par en par y se ponía a respirar el aire húmedo extendiendo sus manos hacía el infinito, como queriendo sujetar, alcanzar o simplemente toca algo o tal vez a alguien. Luego volvía a su cama todavía caliente y con el corazón lleno de una mezcla de angustiante gozo cerraba sus ojos y se volvía a dormir.

Ella necesitaba a veces hacer cosas inexplicables.
Ana, así se llamaba, era la luz de la oscura casa en la que vivía. Las ventanas estaban siempre cerradas y para que sus amigos pudieran visitarla debían sortear numerosos obstáculos. Pero cuando lo lograban olvidaban el esfuerzo realizado y todas las explicaciones dadas a la madre de Ana para poder estar con ella
Sus amigos eran verdaderos amigos. Por eso la cuidaban y la protegían.
Porque Ana era un ser frágil, no por su contextura física que era muy normal, ni por su falta de carácter que lo poseía y vaya que lo tenía, sino porque era de esas personas mágicas, que si uno no las cuida teme que desaparezcan.
Era etérea, esa era la palabra justa.
Ella siempre tenía la repuesta adecuada para cada situación, era sumamente noble en sus sentimientos y no cabía en su corazón el egoísmo, ni la injusticia, ni la discriminación.
Ella era un verdadero ser libre, siempre dispuesto a luchar por sus ideas.
Desde muy chica su léxico contenía palabras como democracia, igualdad y libertad.
Le gustaba la lucha ideológica y las reuniones con sus amigos eran verdaderos “Talleres de la Vida”, como solía llamarlos.
Nunca entendió la desaprobación de sus padres cuando hace un par de años les dijo que estudiaría derecho.
Pero si era casi obligatorio que lo hiciera, si ella creció pensando en la justicia y en ayudar a los que tienen sed de ésta. ¿Había otra carrera para Ana?. Naturalmente que no.
Por eso Ana (que es etérea pero tiene su carácter) se inscribió en la Facultad de Derecho de la U. B. A. y comenzó una brillante carrera “anunciada”.
Ir a la Facultad era para Ana según sus dichos, algo más que para su compañeros, no sabía como describirlo, pero sí sabía que así lo sentía.
Desde el primer día que entró a esta Casa de Altos Estudios (como así la llaman) ella pudo recorrerla como si la conociera, se desplazaba por los pasillos, subía y bajaba las numerosas escaleras, entraba a cada aula, acariciaba los bolilleros, saludaba a los bedeles que se cruzaban en su camino, todo con tanta pero con tanta naturalidad que ni ella misma quiso preguntarse por qué.
En su áureo andar casi sobrevoló diría el Aula Magna, observando cada rincón de aquella.
Hizo un pequeñísimo descanso frente al mural de Quinquela Martín y nuevamente recomenzó su vuelo. Ana buscaba algo o tal vez a alguien.
Pero Ana siempre necesitaba hacer cosas inexplicables.
Al entrar por primera vez a la biblioteca parlante fue, como para Alicia, encontrar el país de las maravillas. Un amor a primera vista.
No podía estudiar desde entonces en otro lugar que no fuera esa biblioteca.
La atraía el bullicio que allí se concentraba y la libertad con que todos se dedicaban a aprender y a prepararse para el futuro.
Le fascinaba estudiar la Constitución Nacional, analizar sus artículos mientras de las mesas vecinas se escuchaban párrafos de la Convención de Ginebra y más allá los artículos de la ley de divorcio vincular.
Se sentía en su casa, acompañada y segura en ese lugar.
Una tarde Ana se olvido su libro de cabecera (léase Constitución Nacional), y muy enojada consigo misma por semejante olvido, se decidió por pedir una a la bibliotecaria. Ésta le dijo que solo había un ejemplar viejo sin la reforma del 94, y que todos los demás estaban prestados porque comenzaban los parciales.
Ana no pudo sacar su mirada de esa vieja y deteriorada Constitución que la bibliotecaria le ofrecía del otro lado del mostrador.
Se tocó los ojos porque sintió algo muy extraño en ellos, disimuló frente a la empleada y tomó el ejemplar.
El corazón de Ana latía muy rápido, le traspiraban las manos, caminaba hacia su lugar, el de siempre, apretando fuerte, muy fuerte el libro contra su pecho.
Pero Ana ya no volaba.
Se sentó, abrió el libro y comenzó a pasar sus hojas una a una, buscando algo, sin saber qué, pero con el convencimiento que de encontraría algo supremo.
Cuando llegó a la penúltima hoja asomaba un viejo papel de cuaderno amarillento y con olor a humedad, escrito prolijamente y con una letra muy parecida a la de ella que decía:
“Julio de 1976.
Hija, son malos tiempos los que corren para la pobre Democracia, para la ansiada Libertad, para esta pobre y hoy archivada Constitución.
Pero no importa, las ideas no deben morir.
Ojalá te importe como a mí y tengas sed de justicia y sigas esta hermosa carrera, sientas este lugar de estudio como tu hogar, ya que pasaste tantas horas dentro de mi vientre aquí, entre estas paredes de mi amada Facultad.
Pero mi querida Paz, porque así te llamaremos con tu papá, faltan unos pocos días para que nazcas y fíjate las cosas que te escribo.
Te prometo no claudicar y seguir luchando aunque haya otros que intenten callar las ideas.
Pronto te conoceré y veré tus ojos.
Te amo, Mamá.”

Y Ana al fin supo quien era.