sábado, 12 de noviembre de 2016

ARTÍCULO: Rubén Darío y su experiencia con lo infantil según Carmen Bravo-Villasante

Nicaragua es tierra de poetas. No exageramos si decimos que antes de Rubén Darío (1867-1916), el gran poeta nicaragüense, no había nada en la literatura infantil y, después, todo. Los poetas como Rubén Darío son de tales dimensiones, que su sombra se proyecta sobre la tierra que le crió, cobijando toda la poesía.


Únicamente el folklore nicaragüense, alegre y pintoresco como todas las manifestaciones iberoamericanas, existía por los niños. El niño Rubén, sin duda, escuchó los cantares y corridos de su país, y oyó también la literatura que transmitían los viejos a los jóvenes, y guardó en el recuerdo los relatos de Juan Bueno y Juan Bobo, hasta que empezó a leer los libros españoles y se entusiasmó con los versos de Zorrilla y los poemas de Espronceda, y más tarde, con Campoamor y Núñez de Arce, maestros de su juventud y de muchos niños nicaragüenses, que además se habían instruido con las fábulas de Iriarte y Samaniego.
En el libro de La vida de Rubén Darío escrita por él mismo, entre los recuerdos del poeta está el de su tío-abuelo, el coronel Ramírez. “Por él aprendí pocos años más tarde a andar a caballo, conocí el hielo, los cuentos pintados para niños, la manzanas de California y el champagne de Francia”. Todos ellos extraordinarios, al parecer del pequeño, porque si no había visto nunca el hielo, ni las hermosas manzanas o la bebida exquisita, tampoco le era familiar literatura infantil impresa tan divertida como la de Rafael Pombo, al que, sin duda hace alusión en los “cuentos pintados”.
Y poco después añade, al hacer inventario de sus lecturas infantiles y de los cuentos que oyó: “Me contaban cuentos de ánimas en pena y aparecidos, los dos únicos sobrevivientes: la Serapia y el indio Goyo”, y refiere cómo la madre de su tía-abuela le hablaba de un fraile sin cabeza, de una mano peluda que perseguía como una araña. Todos le infundían miedos con tradiciones y consejas extrañas, que le producían pesadillas.
“En un viejo armario encontré los primeros libros que leyera. Era un Quijote, las obras de Moratín, Las mil una noches, la Biblia, los Oficios de Cicerón, la Corina de Madame de Stäel, un tomo de comedias clásicas españolas y una novela terrorífica de no recuerdo qué autor, La caverna Strozzi. Extraordinaria y ardua mezcla de cosas para la cabeza de un niño”. Como el champagne y la literatura infantil.
El niño precoz que fue Rubén Darío hacía versos, que encerraba en una granada, y cuando pasaba la procesión del Domingo de Ramos de Semana Santa, la granada se abría, y caía una lluvia de versos. A los catorce años ya era conocido en las repúblicas de Centroamérica como “el poeta niño”. Él mismo nos dice cómo por esta época escribía artículos políticos en el periódico La Verdad, de León, y cómo se encantaba “con la cigarrera Manuela, que, manipulando sus tabacos, me contaba los cuentos del príncipe Kamaralzamán y de la princesa Badura, del Caballo Volante, de los genios orientales, de las invenciones maravillosas de Las mil y una noches… Yo escuchaba atento las lindas fábulas, en la cocina, al desgranar el maíz”.
Los relatos de Las mil una noches deslumbraron al niño poeta, al niño prodigio, que jamás olvidaría la magia oriental de estas narraciones fantásticas. Todavía en su artículo titulado “Parisina, Joli París” Rubén confiesa el descubrimiento asombroso de este libro: “Uno de los primeros libros que despertaron mi imaginación de niño: Las mil y una noches. Uno de los preferidos libros que actualmente releo con invariable complacencia: Las mil y una noches. Allí concebí primeramente la verdadera realeza, la absoluta, la esplendorosa. Allí se me aparecieron, allí -y en los “nacimientos” o “presepios” con Melchor, Gaspar y Baltazar-, los verdaderos reyes, los reyes de los cuentos que empiezan: “Este era un rey…” Reyes de Oriente, magos extraordinarios; reyes que tienen jardines donde vagan, libres, leones y panteras, y en el que hay pájaros de dulce encanto en jaulas de oro”.
Desde entonces Rubén comienza a usar el adjetivo “milyunanochesco”, neologismo de su invención; habla de una “voluptuosidad milyunanochesca”, de “hechizos milyunanochescos” y el adjetivo es sinónimo de algo extraordinario, refinado, exquisito, íntimamente unido al libro que le fascina, y cuando se dirige a los niños, siempre hijos de sus amigos, rememora el acento de Las mil y una noches para sus cuentos e historias mágicas.
La literatura infantil para Rubén Darío siempre es fantasía y magia, mundo fabuloso que viene del Oriente.
Es natural que Rubén Darío sintiese la fascinación de los relatos orientales. En Las mil y una noches estaban todos los elementos caros a los elementos modernistas: fantasías sin límites, exotismo, belleza de gema, aristocratismo, y la extrañeza de lo fabuloso: cuentos de hadas y de genios, maleficio y hechizo. La literatura infantil era para Rubén un relato portentoso, aventura maravillosa o milagro religioso. La literatura infantil en el círculo mágico del poeta modernista se alimentaba de hadas, elfos, encantadores, reyes, príncipes y princesas y acontecimientos extraordinarios. Lo vulgar y lo prosáico estaban desterrado de esta literatura, y el poeta se dirigía a sus pequeñas amigas como oyentes o lectoras que podían comprender mejor que nadie todas las maravillas de sus palabras o figuraciones. Al mismo tiempo, Rubén hallaba en los cuentos antiguos de niños tantas cosas común con su credo artístico, que más de una vez aprovechaba el material que esos le ofrecían para la creación literaria de adultos. La Bella Durmiente del Bosque, la Cenicienta, las frases de Barba Azul, aparecen frecuentemente en sus relatos. 
Rubén Darío escribe explícitamente para los niños, mejor dicho, para las niñas, a quienes dedica sus poemas y baladas. Es una forma galante de dedicatoria, en aquel tiempo en que era costumbre escribir en los álbumes y en los abanicos. A las niñas, pequeñas mujercitas, dulces niñas amigas suyas, el poeta las adora y tiernamiente quiere entretener. Para la niña Margarita Debayle, hija de su amigo, el doctor Debayle, Rubén escribe el poema refulgente de orientalismo y fantasía.
Rubén Darío, como Martí, Gabriela Mistral, Horacio Quiroga, Juana de Ibarbourou, y tantos grandes escritores de Iberoamérica, enriqueció la literatura infantil al cantar y poetizar para los niños. Él, dueño de la mayor riqueza verbal que haya podido poseer nunca un poeta, sencillísimo también cuando quiere despojarse de pompa retórica y hablar muy claro, demuestra al escribir para las niñas, sus amigas, que es un verdadero poeta, como aquella verdadera princesa del guisante del cuento de Andersen, de tan extraordinaria sensibilidad.
BRAVO-VILLASANTE, C. (1967) ‘Rubén Darío y la literatura infantil’. En Cuadernos Hispanoamericanos, pp. 529-535. Madrid: AECID.